Manifesto Comunero

O que são tecnologias sociais
7 de julho de 2016
Sobre a lei Escola Sem Partido
24 de julho de 2016

Manifesto Comunero

Por David de Ugarte e Las Indias (2016)

Indice

El dilema de nuestra época

La abundancia al alcance de la mano

Desigualdad, desempleo y desmoralización

Lo que se descompone no es solo el sistema económico, sino la experiencia humana

El capitalismo y sus críticos

El capitalismo dio forma al mundo porque supo crear, antes de cambiar el estado, una nueva forma de experiencia humana

Los revolucionarios que amaban las crisis y las grandes escalas

La historia que no nos contaron

El nuevo mundo nacerá y se afirmará en el interior del viejo

Las nuevas relaciones, aquí y ahora

Escalas y alcances

De la era de las economías de escala…

…a la era de las ineficiencias de escala

Hoy el capital es demasiado grande para la escala productiva real…

…y la escala óptima se acerca a la dimensión comunitaria

Construir abundancia aquí y ahora

Abundancia tiene que ver con producción, no con consumo

Un producto escaso en una red descentralizada es abundante en una red distribuida

El «modo de producción P2P» es el modelo para la producción de abundancia

Las dos caras de la productividad

Generar artificialmente escasez se ha convertido en el modo de vida de la industria sobreescalada

La abundancia es la magia que brilla bajo la «ética hacker»

El camino de la abundancia no pasa por producir menos

¿Qué hacemos con la sobreexplotación de recursos naturales?

Uniendo los puntos

Conquistar el trabajo, reconquistar la vida

No poder acceder al trabajo es estar en el exilio social

No hay autorealización sin trabajo

Conquistar el trabajo es reconquistar la vida

De sumar a multiplicar

El escenario será urbano

Las tareas de los comuneros

Tú eres el protagonista

A los amigos del Club de las Indias,
porque a ellos se debe la mitad más valiosa de este manifiesto.

A los comuneros de todas las épocas,
porque sus errores nos dejaron las preguntas correctas.

A los nuevos comuneros de todo el mundo,
porque su entusiasmo nos adelanta el ánimo de un tiempo por venir.

El dilema de nuestra época

La abundancia al alcance de la mano

Nunca antes en la Historia de la Humanidad las capacidades técnicas han sido tan potentes y accesibles al común de las personas como hoy. El desarrollo masivo de Internet a partir de los años noventa cambió profundamente las formas de socializar, compartir y trabajar. Se creó riqueza en lugares social y geográficamente periféricos de la mano de millones de pequeños productores que, por primera vez, podían acceder de modo efectivo a otros mercados y conocimientos. Solo en Asia vimos salir de la miseria centenares de millones de personas, más que en toda la Historia de la Humanidad.

Conforme el cambio tecnológico se convertía en cambio generacional y social, aparecían más y más ámbitos de abundancia, bienes gratuitos, nuevas formas de trabajo en colaboración y, sobre todo, una nueva ética del trabajo basada en el conocimiento, la creación de bienes y la «desalienación». Eso que en el cambio de siglo se llamó «ética hacker» estaba inspirando el nacimiento del primer bien público universal construido intencionalmente por nuestra especie: el software libre, que ha significado por sí mismo una transferencia de conocimiento y tecnología mayor que la realizada nunca por toda la Ayuda al Desarrollo de los países ricos.

Y, sin embargo, ni siquiera la otra gran crisis de los últimos cien años —la abierta con el «crack del 29»— había generado tanto descontento y suscitado un espíritu tan oscuro y un pesimismo tan generalizado. Ni las admoniciones ni las esperanzas sirven ya de banderín de enganche en los discursos. El bienestar ha dejado de ser un resultado creíble de las prospectivas de los analistas y de las opciones de los partidos políticos, sean viejos o nuevos. Todas las líneas de contención se han demostrado fútiles para la gente común. Entramos en un tiempo en el que ningún relato podrá ser creído si no puede demostrar, aquí y ahora, que sirve para que una nueva generación se desarrolle y viva decentemente mediante el trabajo.

Desigualdad, desempleo y desmoralización

Y es que, si ha habido algo realmente global durante los últimos diez años, ha sido la experiencia de la descomposición social. Da igual que miremos en las regiones más desarrolladas del mundo o en los países emergentes, en el Mediterráneo o en el Mar de China, en el mundo anglófono o en América del Sur: la sociedad es cada vez más desigual y fácilmente las diferencias se tornan acumulativas. Quien pierde un tren, queda sin destino.

En los países más desarrollados la clase media ha redescubierto el desempleo. Las nuevas generaciones ni siquiera tienen acceso al trabajo o, si lo tienen, es tan precario que no les permite experimentar el significado real de lo que hacen. El trabajo ha dejado de considerarse el centro de la acción colectiva, el origen de la autonomía personal y el aporte de cada cual a la sociedad. En la cultura popular de hoy el trabajo es un bien escaso. Como si fuera un metal precioso, no faltan start-ups y ONGs que especulen con él. El trabajo, el enlace necesario entre el esfuerzo personal y el progreso colectivo, se devalúa hasta el límite no solo en el mercado —reduciendo su pedazo de tarta frente al capital—, sino también moralmente, en su consideración pública y en su organización interna. Ha pasado de considerarse universalmente el centro de la organización social a percibirse como un fenómeno en extinción, de vivirse como el fundamento de la realización personal a verse como fuente de angustia.

En un mundo donde poder aportar al bienestar común, trabajar, se relata como si fuera un privilegio, la única forma de construir una vida parece ser obtener una renta. Una renta no es un ingreso cualquiera, sino una posición ventajista e inmerecida, un beneficio extraordinario producido al margen del valor que uno aporta. Rentas son los beneficios generados por las grandes empresas gracias a regulaciones hechas a medida o monopolios que solo existen por la imposición legal, como la propiedad intelectual; rentas son los «incentivos» decididos e inflados por los mismos directivos que los reciben, o las consecuencias en dinero contante y sonante de que solo perteneciendo a ciertas esferas sociales se pueda acceder a ciertas posiciones y contratos, públicos o privados. Las rentas se tornan fácilmente acumulativas y generan una espiral de desigualdad cuando el acceso a la información y la educación depende de los ingresos personales o cuando se restringe sistemáticamente la competencia para asegurarlas, como hace rutinariamente el estado en sectores clave como la energía, las telecomunicaciones o los medios de comunicación.

En un mundo de rentas todo parece un juego de suma cero, donde uno gana porque pierden los demás. Desconfiar de todo y de todos, instituciones y personas, es la norma. Campa un individualismo de la peor especie para el que la vida es en realidad un sinsentido, un mero sobrevivir.

Lo que se descompone no es solo el sistema económico sino lo que significa la experiencia humana

No solo es la cohesión social la que se descompone. Se descomponen las reglas del sistema económico y con ellas la experiencia humana y lo que significa ser humano en nuestro tiempo. Es la incapacidad del sistema económico para crear un futuro para todos la que produce la soledad y la desconfianza de cada uno; es la mezquindad de un sistema en el que las empresas dependen de los beneficios que obtienen gracias a rentas más que de vender sus productos, de eliminar competidores más que de superarse, la que produce vidas dependientes, pedigüeñas y rapaces.

Nunca ha habido tanta riqueza ni tanto conocimiento como ahora y, sin embargo, lejos de sentir ambas cosas como una esperanza de abundancia para todos, son cada vez más quienes temen que se convierta en una amenaza para la Naturaleza, del mismo modo que las sienten día a día como una amenaza para su supervivencia personal.

El capitalismo y sus críticos

Hubo un tiempo en que el capitalismo transformó el mundo, acercando a nuestra especie a esa abundancia que hoy tanto le asusta. El «cáncer de los negocios» se apropió de las viejas sociedades europeas, feudales primero y coloniales siglos después, y las reventó desde dentro en un largo proceso de casi seiscientos años. El capitalismo, en principio algo marginal —urbano en un mundo rural, dinámico en una sociedad estamental, igualador en un sistema en que la identidad se basaba en el linaje y el origen— fue revolucionario ya desde sus primeros pasos. Desde la ciudad y sus mercados fue creando nuevos modos de vida y mentalidades, nuevas formas de conocimiento, nuevas libertades y nuevas pertenencias colectivas.

El capitalismo dio forma al mundo porque supo crear, antes de cambiar el estado, una nueva forma de experiencia humana

El capitalismo creó una nueva forma de experiencia humana y, al hacerlo, dinamitó las relaciones estamentales, sus castas y sus clases. No fue la labor de una generación. Solo pudo desplegar todo su potencial tras siglos de evolución y afianzamiento, de conversión de la feria —el mercado temporal— en un gran taller urbano permanente y, más tarde, del gremio artesano en manufactura sometida al mercader inversor, que compraba los materiales y llevaba los productos a mercados lejanos. Es solo entonces cuando la industrialización convierte en transformación social profunda lo que hasta entonces habían sido solo «tendencias». Es el gran momento revolucionario de la burguesía.

En primer lugar el capitalismo convirtió en mercancía la tierra, el principal medio de producción de la época. En el proceso, el comunal agrario y forestal —la forma más antigua y universalmente extendida de propiedad— pasó a ocupar un lugar marginal. Y, con ella, la comunidad real de la familia, el clan o la aldea, en la que todos pueden poner cara a los demás porque están ligados a ellos por relaciones interpersonales y afectos. El vacío fue llenado a lo largo del siglo XIX por otra innovación: la comunidad imaginada de la nación. «Imaginada» no por irreal, sino porque los que se considerarán sus miembros no conocerán más que a una pequeñísima parte de los demás y tendrán que imaginar al resto a partir de unos atributos, prácticas, valores y memorias comunes siempre discutibles. La fraternidad basada en la amistad de las relaciones personales y el trabajo compartido, dejará paso a una fraternidad abstracta en pos de un «bien común» que las nuevas clases sociales ligadas al trabajo asalariado pondrán permanentemente en discusión.

En segundo lugar convirtió el trabajo en algo indistinguible de quien lo realizara, a causa de la homogeneización de los procesos en el nuevo espacio productivo de la sociedad: la fábrica. La nueva relación con el trabajo y, a través de él, con la sociedad y la Naturaleza era sobre todo impersonal, anónima, no tenía que ver ya con el «ser», con el linaje o con la geografía. El vacío creado por la dilución del siervo, el comunero y el artesano gremial fue llenado por un nuevo tipo humano abstracto: el «individuo».

Aunque pueda sonar extraño hoy, todo ese avance —que permitió crecer a la Humanidad en número, bienestar y conocimiento como nunca antes— se produjo gracias a convertir en mercancía todo lo que hasta entonces no lo había sido, como la tierra, que no se arrendaba o vendía habitualmente, solo se poseía.

Incluso para los revolucionarios del siglo XIX era imposible negar el carácter progresista de la gran obra del capitalismo. Eran bien conscientes de cómo el boom industrial acercaba a la Humanidad hacia la abundancia, aumentando el conocimiento y su consecuencia práctica, la tecnología. Fueron testigos del formidable espectáculo histórico de un mundo en revolución donde las distancias se acortaban, la población se multiplicaba, la energía y el agua fluían por primera vez hasta las casas y los más cerrados y lejanos imperios veían ceder sus murallas ante la embestidas del comercio global de manufacturas. Por primera vez en la Historia, la Humanidad como tal tomaba existencia real: a través de los nuevos mercados todos acabaríamos conectados con todos en todo el mundo; y en la fábrica la inmensa mayoría de la sociedad viviría una experiencia común —y por tanto, llegaría a ser la misma cosa— al ritmo de los nuevos ingenios mecánicos. El capitalismo, según ellos lo veían, preparaba una sociedad igualitaria mediante la igualdad de las condiciones de vida, trabajo y relación social que él mismo expandía.

Los revolucionarios que amaban las crisis y las grandes escalas

Pero aquellos revolucionarios vieron algo más: el crecimiento del capitalismo, en primer lugar, no era ni mucho menos lineal. Sus crisis producían, como siempre hasta entonces, subconsumo (situaciones escandalosas de miseria para quienes eran expulsados de la producción). Pero, a diferencia de las crisis de las sociedades agrarias, las capitalistas no eran crisis de subproducción, sino de «sobreproducción»: no es que las fábricas no pudieran producir suficiente para las necesidades de todos, es que la dinámica misma del sistema económico les hacía imposible venderlo a las mismas grandes masas que lo necesitaban, pues no tenían con qué comprar esa producción. Es más, aseguraron que todo esto pasaba regularmente, en ciclos en los que cada caída llevaba necesariamente a un enfrentamiento entre un grupo cada vez más concentrado de propietarios y una clase cada vez más global y uniforme de trabajadores. Unos y otros lucharían en una gran revolución mundial por el control de los estados que aseguraban la estructura social hasta que, de modo similar a como hizo la burguesía del XVIII en la Revolución Francesa, el proletariado se hiciera con el control del estado con una finalidad: dirigir un proceso masivo de desmercantilización, dando paso a una sociedad de la abundancia donde el propósito esencial de la producción fuera servir a una u otra necesidad, en lugar de ser vendida en forma de objetos y servicios a un precio.

Marx o Kropotkin no se plantearon nunca cerrar las fábricas. Pensaban que las crisis de sobreproducción señalaban un límite del capitalismo, el límite en el que la lógica de la mercancía chocaba con las necesidades humanas. Pero veían en las tecnologías de producción masiva y en la escala cada vez mayor de las empresas un reflejo del progreso que llevaría a la clase trabajadora a «cambiar el mundo de base». Pensaban que al eliminar el carácter de mercancía de los objetos, las «fuerzas productivas se liberarían», es decir, que la productividad se desarrollaría aún más y con ella el conocimiento, el bienestar, etc. Y también la propia escala de la producción, hasta llegar a constituir una gran fábrica-estado global, tan productiva que podría satisfacer las necesidades materiales de la Humanidad entera sin más trabajo que el voluntario.

Nada de eso ocurrió. No se produjo ninguna «revolución mundial». Desde 1871 hubo revoluciones locales y nacionales en las que comunistas y anarquistas quisieron ver sus primeros síntomas. La mayoría fueron derrotadas; no se volvieron a producir a una escala mayor al siguiente ciclo de crecimiento y crisis; y las que triunfaron no llevaron nunca la desmercantilización de la producción. Por el contrario dieron el poder a regímenes totalitarios y represivos, con economías estatalizadas ineficientes altamente jerarquizadas y niveles de bienestar entre los trabajadores tan bajos que desmentían toda supuesta ilusión de «liberación de las fuerzas productivas». Cuando cayó la Unión Soviética y China dio sus primeros pasos hacia un capitalismo controlado por el estado comunista, el comunismo y el socialismo quedaron desacreditados como alternativas. Su lugar lo tomó durante los años noventa el «anticapitalismo», que oscilaba entre afirmar que otro mundo era posible y negar que capitalismo y especie humana pudieran sobrevivir juntos, pero que evitaba explicar cómo se haría realidad lo primero y qué hacía inevitable lo segundo. Hasta cierto punto era el resultado de la sensación de fracaso profundo del pensamiento «alternativo» que siguió a la caída del muro de Berlín en 1989. Pero, carente de una teoría propia, no podía sino convertirse en un socialismo invertebrado, un «gran no» en cuyo seno todo cabría. Era en cierto modo un izquierdismo escarmentado por los falsos paraísos socialistas, pudoroso a la hora de hacer cualquier descripción de una sociedad futura, al que le resultaba ajena toda pretensión de construir modelos funcionales en tiempo presente.

La historia que no nos contaron

Décadas antes de que se formaran los primeros grupos socialistas y libertarios de cierto peso, una corriente alternativa había comenzado un camino de largo aliento con un enfoque muy distinto: el comunitarismo.

El nuevo mundo nacerá y se afirmará en el interior del viejo

La idea de base del comunitarismo es que el nuevo mundo nacerá y madurará del interior del viejo. Los cambios profundos en las relaciones sociales y económicas —los cambios de sistema— no son el producto de revoluciones y cambios políticos. Ocurre al revés: los cambios políticos sistémicos son la expresión de que nuevas formas de organización social, nuevos valores y formas de trabajar y vivir, han alcanzado madurez suficiente como para poder establecer un amplio consenso social. A partir de cierto punto de desarrollo se establece una «competencia entre sistemas». Las nuevas formas, hasta entonces válidas solo para una pequeña minoría, empiezan a parecer las únicas capaces de ofrecer un mejor futuro para la gran mayoría. Poco a poco amplían su espectro y su número, involucrando y transformando espacios sociales cada vez más amplios, y se convierten en el centro de la economía y reconfiguran desde dentro las bases culturales, ideológicas y jurídicas de la sociedad.

Para los comunitaristas las formas igualitarias deben acompañar al capitalismo en su evolución como una sociedad paralela, no como una utopía —la promesa de una sociedad por llegar—, sino como una heterotopía: un lugar social diferente, alternativo, con valores y formas propias. En principio lo hacen a la zaga, mediante aprendizaje, utilización y reelaboración de la tecnología existente en cada momento y, a partir de cierto momento, entrando en competencia con ella. Esta perspectiva se llamó «socialismo constructivo».

El primer objetivo siempre fue mostrar la viabilidad de una vida desmercantilizada «aquí y ahora» a cualquier escala. El comunitarismo no se ha centrado en crear partidos políticos, sino redes de pequeñas comunidades productivas igualitarias. La máxima de la organización económica pasa a ser «de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades»: se establecen comunidades de bienes, ingresos y ahorros, se organiza la producción por consenso, se busca desde el principio la máxima diversificación para atender la diversidad de necesidades personales y ganar autonomía para el conjunto.

Las nuevas relaciones, aquí y ahora

Desde 1849 hasta hoy siempre ha habido en todo momento comunidades igualitarias funcionando: comunidades icarianas, arteles rusos, kibutz israelíes, granjas igualitarias americanas, japonesas o alemanas… Las ha habido prácticamente en todos los continentes, han tenido distintos nombres y matices según el momento y el lugar, han pasado por todo tipo de crisis y sus miembros han asumido enormes sacrificios. En lugar de la centralidad de la clase característica del relato colectivista, elaboraron un relato de la comunidad y su experiencia que dio materialidad a la idea central del socialismo constructivo: construir aquí y ahora, dentro de la comunidad y entre esta y su entorno, las relaciones sociales y económicas que se desean o postulan como alternativas válidas al sistema socioeconómico existente, sin delegar en partidos o estructuras organizativas ajenas a las propias comunidades. Sin pensarse «experimentales» ni contar con «mapas de ruta» detallados, han creado poco a poco un acervo y una cultura propias. Son las semillas de una sociedad de la abundancia.

En el marco del capitalismo juvenil y expansivo del siglo XIX o en el del capitalismo en revolución tecnológica y guerra permanente que le siguió hasta hoy, si estos «islotes desmercantilizados» quieren mantener su autonomía acercándose a la abundancia, tienen que salir al mercado: para vivir sin necesitar para nada el dinero dentro de la comunidad, deben aprender a pensar como comerciantes fuera de ella. No es ninguna contradicción: estar en el mercado es la única forma de no perder el paso tecnológico de un sistema al que se pretende superar. Pero, al mismo tiempo, es la forma de llevar los primeros frutos culturales y tecnológicos de la sociedad nueva a la sociedad vieja. Es en muchos sentidos —incluido el moral, pues aspira a expandir a más personas la mejora en las condiciones de vida— el primer paso de una competencia entre sistemas.

La burguesía, en su infancia medieval, introdujo en pequeños espacios de la sociedad feudal el principio revolucionario de la igualdad de origen y unas pocas mejoras tecnológicas que expresaban su visión del mundo. Todas ellas se daban lejos del lugar donde estaba el centro de la producción de valor en la época, el campo. La burguesía comercial medieval inventó cosas importantes, pero en su momento excéntricas, como el cheque, la letra de cambio y la contabilidad de doble entrada. Por contra, el comunitarismo demostró desde el primer día la viabilidad de una organización económica pensada desde las necesidades, hizo realidad antes que nadie la igualdad por encima de diferencias de sexo, origen social o geográfico, y dejó a lo largo del siglo XX una serie de tecnologías pioneras: en la climatización y saneamiento de viviendas populares; la mejora de la productividad agrícola —como el riego por goteo, la mejora de semillas o la gestión científica de instalaciones lecheras—; el desarrollo de software libre para redes distribuidas; y las primeras herramientas analíticas para inteligencia pública. Innovaciones que siguen siendo significativas y están cada vez más cerca del núcleo productivo del sistema económico.

En lo poco que llevamos de siglo XXI esa «lógica de membrana», cultural y tecnológica, entre el pasado y el futuro, entre la sociedad capitalista y el pequeño espacio desmercantilizado de las comunidades igualitarias, se ha hecho aun más clara. La aparición de nuevas formas de producir basadas en nuevas formas de propiedad comunal —como el software libre— y de arquitecturas distribuidas de comunicación —ligadas directamente a la desmercantilización y la creación de abundancia— avanzan que estamos en el umbral de una nueva fase en la que podremos cambiar la naturaleza de esa competencia entre sistemas.

Pero, sobre todo, lo que justifica una nueva época para el desarrollo del comunitarismo es un cambio económico irreversible que se ha ido imponiendo de manera paulatina: la reducción de las escalas óptimas de producción. Este descenso de la escala productiva óptima explica las corrientes profundas que producen las crisis económicas actuales y por qué las respuestas políticas y corporativas son muchas veces contraproducentes. Y no pone en el centro de cualquier alternativa a la clase social ni a la nación, sino a la comunidad.

Escalas y alcances

El óptimo de escala es la dimensión más eficiente de las unidades productivas de una sociedad, el tamaño a partir del cual las ineficiencias generadas por tener que gestionar un tamaño excesivo de esas unidades excede el beneficio producido por ser un poco mayor. Para cada dimensión del mercado y cada nivel tecnológico existe una escala óptima de producción y resulta fácil entender que, en principio, el desarrollo tecnológico reduce la dimensión óptima, porque cuanto mejor es la tecnología menos recursos —horas de trabajo, capital y materias primas— hacen falta para producir la misma cantidad de productos.

De la era de las economías de escala…

Durante el gran momento del capitalismo, en el siglo XIX, mediante la conjunción de la apuesta del imperialismo británico por el libre comercio, la expansión americana, las unificaciones europeas y las revoluciones del transporte —el clipper, el ferrocarril, los barcos de vapor— los mercados crecieron mucho más rápidamente que la productividad. El tamaño óptimo siempre quedaba más allá, el capital para alcanzarlo siempre era escaso. Es la época dorada y más auténtica de las sociedades por acciones: gigantescos esfuerzos colectivos que agrupaban el ahorro de decenas de miles de pequeños ahorradores y capitalistas para poner en producción países enteros, fletar barcos cada vez más rápidos, tender cables de telégrafo a través de los océanos o cruzar los continentes de extremo a extremo con ferrocarriles.

El continuo crecimiento de la escala pareció dar la razón durante mucho tiempo a marxistas, kropotkinianos y socialdemócratas. En los modelos económicos de todos ellos, bajo la permanente dinámica expansiva del capitalismo estaba la necesidad de rebajar precios, aumentando la producción por hora para sobrevivir a la competencia e incluso —si el empresario era el primero en incorporar nuevas máquinas o tecnologías— obtener beneficios extraordinarios mientras las demás fábricas se adaptaban. Como cada vez que aumenta la capacidad productiva se reduce el beneficio que aporta cada unidad de producto , para mantener o incrementar el beneficio total el empresario ha de producir aun más cantidad, para lo cual hace falta incorporar nuevas máquinas y procesos con los que alcanzar una escala aún mayor. Finalmente, según estos autores, cuando la producción se acerca o incluso excede el tamaño potencial del mercado, estallan las crisis de sobreproducción.

Este modelo, enunciado por primera vez por Marx, se conoce como «ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia». Durante décadas los economistas marxistas repitieron como un mantra que «la tendencia decreciente de la tasa de ganancia se compensa con el incremento de la masa de producto» y dieron por hecho que cada ciclo de crecimiento y crisis comenzaría con una escala mayor y la desarrollaría aún más. En consecuencia, el capitalismo se encaminaba a generar macroempresas, verdaderos monopolios globales en todos y cada uno de los mercados industriales y de consumo, lo que encajaba como un guante tanto con la visión cuasireligiosa de un gran Armagedón mundial revolucionario, entre el proletariado y la burguesía, como con la visión socialdemócrata de que el socialismo sería el resultado de las nacionalizaciones de las grandes industrias desde el estado democrático conforme estas llegaran a tamaños críticos.

Sin embargo, debajo de ambos modelos, el revolucionario y el reformista-nacionalizador, estaba una presunción que pronto se demostraría errónea: que en cada ciclo aparecería una demanda efectiva mayor. Porque es obvio que la escala media de las empresas en el mundo capitalista no aumentaría a no ser que los empresarios pudieran prever un volumen de demanda en crecimiento, porque para una demanda que no creciera globalmente, si podían producir lo mismo con menos recursos, no iban a aumentar la escala, sino a reducirla.

En la época en que Marx elabora su teoría económica —de hecho, durante casi todo el siglo XIX— esa demanda extraordinaria vino en buena medida de la incorporación al mercado mundial de Asia y África. El colonianismo, al someter economías atrasadas y derribar fronteras aduaneras para los productos británicos y franceses aumentó continuamente la demanda de productos manufacturados, superando la tendencia a reducir el tamaño de las unidades productivas que impulsaba el desarrollo tecnológico.

…a la era de las ineficiencias de escala

Podríamos poner la fecha del cambio en 1914. Veinte años después del reparto colonial de África entre las grandes potencias industriales en la Conferencia de Berlín, se había disipado ya la expectativa de que nuevos mercados extracapitalistas se incorporasen a los de las grandes potencias. Las tensiones territoriales en Europa proyectaban la dureza de la delimitación de las fronteras coloniales. La guerra que estaba a punto de estallar fue mundial precisamente porque supuso el fin de la primera etapa de configuración de un mercado global unificado. La profecía marxista estaba funcionando. La crisis del 29 parecerá corroborarlo. Sin embargo, a partir de ahí —a través de otra guerra mundial más, los procesos de descolonización en África y Asia y una larguísima Guerra Fría— la evidencia se empeñó en desmantelar la idea de que el capitalismo evolucionaba constantemente hacia incrementos de la escala de las empresas.

De hecho las grandes empresas nacionales —que florecieron a principios del XX, tras la guerra— solo fueron centrales en los países socialistas y para algunos regímenes nacionalistas de países atrasados. Tanto en ellos como en el mundo desarrollado, donde tuvieron un breve florecer como herramienta de la reconstrucción posbélica, no fueron el resultado «espontáneo» de la evolución de los mercados. En unos y otros fueron un atajo para poner en marcha la producción y reanimar la industria tras la enorme destrucción dejada por la crisis y la guerra. Pero alcanzaron pronto su techo, especialmente en el marco de las economías planificadas que las habían convertido en bandera. En cada nueva fase de desarrollo tecnológico las macroempresas estatales aumentaban las ineficiencias y sus costes, que, dentro de un sistema autoritario y centralizado, se transmitían con extraordinaria velocidad por todo el sistema económico. La URSS, que prometía «superar a EEUU» a mediados de los años sesenta, entraba en crisis ya en los setenta y en abierta descomposición en los ochenta.

En el bloque occidental ni las mayores multinacionales tenían una dimensión relativa comparable a los grandes dinosaurios estatales de la URSS y, no obstante, el peso de las ineficiencias de escala empezó a ser evidente a mediados de los cincuenta. El economista Kenneth Boulding llamó la atención entonces sobre los problemas de comunicación, gestión y control de grandes organizaciones piramidales. Boulding advirtió además que, dado el tamaño y el peso de ciertas empresas en el sistema económico y el empleo, las ineficiencias amenazaban con trasladarse a toda la economía a través del estado, ya que las empresas sobreescaladas pugnaban por «capturarlo» y por suplir el coste de las ineficiencias debidas a la sobreescala con rentas producto de una regulación a medida.

Siguiendo las advertencias de Boulding, la investigación tecnológica se centró a partir de entonces en la informática y la gestión de datos, en las comunicaciones y en las formas de trabajo. La «revolución informacional» que arrancó en ese momento fue la primera línea del frente contra los efectos de la sobreescala. No fue suficiente, sin embargo. A mediados de los años setenta resultaba evidente en Europa —y no solo en ella— que el estado de posguerra, capturado por las grandes empresas y los intereses sectoriales, era prácticamente inviable.

Es entonces cuando se diseña el conjunto de políticas llamado «neoliberalismo»: básicamente un intento de enfrentar los resultados de la sobreescala de la otra manera posible: ampliar mercados. Lo original del neoliberalismo es que no solo extenderá los mercados en el espacio —reducción de barreras arancelarias, creación de zonas de libre comercio—, sino también en el tiempo, con el uso de nuevas herramientas como la «financiarización».

Hoy el capital es demasiado grande para la escala productiva real…

Es bien sabido cómo las innovaciones financieras y la desregulación se conjugarán para crear las bases de la crisis global de 2008. Lo que no se comenta tanto es que en la misma «exuberancia del capital» que precedió al crash se manifestaba un problema de sobreescala. Las exuberancias inversoras son espejismos masivos que se producen por el desespero de los inversores que no encuentran dónde colocar su capital.

Además, ese problema ya endémico estaba multiplicado por la captura del estado y del mismo mercado por los bancos. El estado había desregulado la actividad financiera a beneficio de los grandes bancos más allá de lo razonable. Las agencias estatales se veían impotentes y, a menudo, condicionadas o seducidas por la presión de unas instituciones consideradas «sistémicas», que habían convertido el «demasiado grande para caer» en una bandera corsaria. Y ni siquiera el mercado podía actuar como contrapoder. Con las agencias de rating capturadas por sus propios clientes —repartiendo calificaciones hiperoptimistas—, la masa de pequeños inversores solo podía seguir las grandes corrientes de capital como indicador independiente. Lo malo es que ese movimiento no era independiente en absoluto, ya que lo canalizaban los mismos grupos financieros. El resultado es un sistema que, incluso en mitad del crack, salvaba sus trastos abusando de las asimetrías de información y de su poder para conformar precios a costa de sus propios clientes. A día de hoy, ocho años después de la caída de Lehman Brothers, ese sistema sigue básicamente intacto.

El fondo del problema era que el sistema financiero también sufría las ineficiencias de la sobreescala: las masas de capital eran demasiado grandes en relación a los negocios productivos reales como para que nadie se fijara demasiado en la realidad de las inversiones; e incluso como para que pudiera hallar interesante invertir en la escala que se sabía realmente productiva. El problema a resolver era —y es— «colocar» grandes paquetes de capital que ya no encontraban —ni encuentran hoy— suficientes proyectos de su tamaño.

Durante las últimas dos décadas se ha convertido en queja habitual en la prensa económica la constatación de que no aparecen tantas grandes industrias nuevas que justifiquen inversiones grandiosas como en los periodos anteriores.

El intento de solución al que se llegó con el neoliberalismo fue «financiarizar» mercados enteros: «empaquetar» riesgos —para «disolver» los de unos con los de otros— y crear abstracciones de valor en las que poder apostar, más que invertir, esos capitales gigantescos. Enron, la empresa que hará de la financiarización su producto emblema, permitía invertir en cosas como «Megabit de ancho de banda instalado» o «Megawatio consumido», mostrando así que ni siquiera las telecos y las energéticas eran capaces de absorber por sí mismas las necesidades de colocación de las grandes masas de capital. Y también así los famosos derivados sobre hipotecas, que estuvieron en el centro de la crisis de 2008, expresaban que el sector de la construcción se había convertido igualmente en demasiado pequeño para la escala del capital que quería unir su suerte a la suya.

La crisis del 2008 dejó claro el origen de la «descomposición» con la que comenzamos este manifiesto: la destrucción simultánea de las dos principales instituciones sociales, estado y mercado, por el hambre de rentas de unas empresas sobreescaladas —de las que las financieras son la punta del iceberg—, que ven en ellas la única manera de suplir sus propias ineficiencias de escala. Lo que todo el mundo vio en el sector financiero en los años que siguieron a la quiebra de Lehman Brothers, se vio con igual claridad después en las empresas dominantes de sectores tan aparentemente distintos como el energético o el agroindustrial.

… y la escala óptima se acerca a la dimensión comunitaria

Pero si el resultado de las políticas financieras neoliberales ha sido objeto de un profundo escrutinio público, lo que no suele recibir tanta atención es cómo la revolución informacional se unió a la globalización del comercio de mercancías y a la reducción de escalas óptimas para crear toda una serie de nuevas formas productivas. Seguramente la causa sea que los primeros en aprovecharlo fueron miles de pequeños empresarios asiáticos, verdaderos motores de la reducción drástica de la pobreza global. Solo más de una década después, ya en plena crisis, los nuevos modelos comenzaron a llegar a Europa y América, impulsando una oleada de proyectos empresariales de pequeña escala sostenidos sobre una nueva base tecnológica y orientados muchas veces a demandas de nicho en el mercado global.

Podemos agrupar estas nuevas formas alrededor de dos grandes tendencias: el «modo de producción p2p» y la «Economía Directa». El modo de producción P2P replica el modelo del software libre en todo tipo de industrias donde el conocimiento condensado en diseño, software, creatividad, planos, etc., es central en la creación de valor; y puede acumularse en un «procomún universal inmaterial» susceptible de ser mejorado, reformado y utilizado de formas alternativas para muchos tipos de proyectos distintos.

Esta multifuncionalidad de las herramientas y cadenas de trabajo —que es lo que los economistas llaman «alcance»— es la clave de la Economía Directa, una forma de crear y lanzar a mercados globales productos creados por pequeños grupos que utilizan, por un lado, cadenas industriales externas adaptables a bajo coste y software libre y, por otro, sistemas de venta por adelantado o financiación colaborativa.

Es decir, ante nuestros ojos, antes y después de la gran crisis financiera, se ha desarrollado un nuevo tipo de industria de pequeña escala que se caracteriza por estar globalizada y obtener capital y crédito al margen del sistema financiero, algunas en plataformas de financiación colaborativa, otras anunciando sus propias preventas y captando donaciones a cambio de merchadising. De hecho es una industria de capital «gratuito», que no tiene que ceder propiedad de la empresa a los dueños del capital porque por un lado reduce sus necesidades usando herramientas tecnológicas de dominio público, como el software libre y por otro obtiene el poco capital que necesita bajo la forma de ventas adelantadas y donaciones.

En conjunto, la producción P2P y la Economía Directa, dos formas de sustituir escala por alcance, son la avanzada de una economía productiva que se mueve cada vez más rápidamente hacia la reducción de la escala. Por eso son fundamentales para entender por qué el comunitarismo tiene una oportunidad única en el nuevo siglo.

Construir abundancia aquí y ahora

Abundancia tiene que ver con producción, no con consumo

Abundancia es un concepto económico del ámbito de la producción, no del consumo. Existe abundancia cuando se puede producir una unidad extra sin que eso suponga un incremento perceptible de costes. Para los economistas se reduce a una fórmula: «coste marginal cero». Cuando en un mercado competitivo ideal el coste marginal es cero, significa que los precios que maximizarían el beneficio de los productores serían también cero.

El sentido común diría entonces que la empresa no tendría ningún incentivo para seguir produciendo. Pero en realidad, ocurriría todo lo contrario. Aunque el precio del producto sea cero, el interés del productor es producir lo máximo posible para diluir los costes fijos cuanto pueda entre todas las unidades producidas. Es en ese momento teórico, con precio cero, cuando la empresa deja de pensar en el mercado y pasa a buscar la maximización de la satisfacción de las necesidades humanas a la que sus productos responden.

Es decir, si el coste marginal se acercara a cero, los productos se «desmercantilizarían», dejarían de ser mercancía que hay que vender porque si no se vendieran generarían una nueva pérdida. Por consiguiente, a partir de cierto nivel cualquiera podría disfrutar de la cantidad que necesita sin renunciar a nada y la misma racionalidad que orienta el comportamiento de las empresas hacia la maximización del beneficio, llevaría a una economía centrada en satisfacer las necesidades humanas: cualquiera podría disfrutar de la cantidad que necesitara sin renunciar a nada.

Esto no quiere decir que el capitalismo tienda a «desmercantilizarse» por el mero efecto de la competencia. Pero esta solución extrema de un modelo básico del análisis económico es, en cualquier caso, muy iluminadora.

En la práctica existe abundancia cuando el coste de servir una unidad más es inapreciable y, dado un cálculo sensato de la demanda potencial, podemos hacerlo indefinidamente. Por ejemplo: el coste de servir una página web o un libro electrónico a un usuario más en nuestro propio servidor es, a todos los efectos, cero.

Un producto escaso en una red descentralizada es abundante en una red distribuida

Podríamos decir que este ejemplo solo sería cierto dentro de un rango asumible de peticiones, pero que si el número de personas que quieren leer nuestro libro pasara cierto punto crítico, tendríamos que incrementar nuestro ancho de banda y seguramente también el número de servidores. Por tanto, si lo viéramos a largo plazo, esos aumentos de costes deberían imputarse a las distintas unidades servidas. El coste marginal, el coste asociado a la última copia distribuida, no sería cero. La abundancia, en ese caso, habría sido solo una ilusión, un destello, algo parecido al coste de llevar a alguien más desde casa a la oficina en nuestro coche: es prácticamente nulo… Hasta que se acaban los asientos. Una vez ocupadas todas las plazas, necesitamos otro coche o al menos un billete de autobús por cada persona más que quisiéramos transportar. El coste marginal, el aumento de costes por llevar a alguien más, sería positivo y fácilmente perceptible.

Pero en nuestro ejemplo, un bien informacional, esta crítica solo sería cierta si las copias se distribuyeran desde un único servidor. Si lo compartimos en una red distribuida con otros usuarios que, al descargarlo, lo dejan a su vez a disposición de los demás, cada nueva descarga, cada nuevo usuario, significará un lugar posible de descarga más para el siguiente. Cuantas más personas lo descargasen, menor será la probabilidad de que, por rápido y voluminoso que fuera un incremento de la demanda, ningún miembro de la red tuviera que incrementar sus costes para que alguien pueda descargar una nueva copia.

Esto es sin duda lo más importante que nos ha enseñado Internet: el mismo producto que es abundante en una red distribuida, a ciencia cierta no lo sería en una red centralizada o descentralizada. Y al revés, lo que es escaso en una red centralizada o descentralizada, puede ser abundante en una red destribuida.

Este hallazgo puede parecer limitado, pues con las tecnologías actuales solo afectaría a bienes intangibles. Pero algunos de esos intangibles —como el diseño industrial, de hardware o de procesos— son los motores del aumento de productividad en la producción de bienes físicos y, desde las guerras mundiales, el porcentaje que representan en el valor total producido no ha hecho más que aumentar. Su conversión en bienes gratuitos no puede sino tener un efecto profundo en todo el sistema productivo.

Así es como funciona, por ejemplo, la creación de software libre y, en general, toda esa creciente economía, en su inmensa mayoría desmercantilizada, que hemos englobado bajo la etiqueta «modo de producción P2P». A su vez, la Economía Directa utiliza los resultados de esa innovación en los márgenes del aparato productivo controlado por las industrias sobreescaladas y el muy sobreescalado sistema financiero, aumentando la productividad en la fabricación de bienes tangibles y empujando aun más la escala a la baja.

El «modo de producción P2P» es el modelo para la producción de abundancia

Aunque estemos lejos todavía de la abundancia general, tenemos un modelo de producción de abundancia para los bienes intangibles y la innovación —el «modo de producción P2P»—; este alimenta a su vez un sector, la Economía Directa, que demuestra en el mercado suficiente productividad para competir y ganar «desde fuera» a la industria sin el concurso de las finanzas sobreescaladas. Es decir, este nuevo ecosistema productivo es capaz de competir y ganar un espacio frente a gigantes que disfrutan de la ventaja de rentas extramercado, como las regulaciones a medida, subvenciones o patentes. Estamos hablando de las mismas rentas extramercado que se multiplicaron con el neoliberalismo y que han producido la erosión simultánea de estado y mercado, es decir, la descomposición social. Así que solo constatar que existe una alternativa productiva ya sería una gran noticia.

Este espacio social y productivo alrededor del «nuevo comunal digital» o el «procomún» es el equivalente hoy de las primeras ciudades y mercados de la burguesía medieval, un espacio donde aparecen ya las nuevas relaciones sociales no mercantiles y las nuevas lógicas empiezan a mostrar, junto a signos de autonomía, un impacto limitado pero directo sobre la productividad. A lo largo de la baja Edad Media, la burguesía supo impulsar esas ciudades para convertirlas primero en un gran «taller urbano» y en «democracias municipales» después. Una tarea histórica semejante, ahora con una sociedad de la abundancia como horizonte, es la que tiene por delante el comunitarismo.

Porque toda esta reducción de escalas acerca cada vez más el tamaño óptimo de las unidades productivas a la dimensión comunitaria y, por tanto, apunta a la comunidad como protagonista de una sociedad de la abundancia. Y es desde la comunidad desde donde podemos entender por qué la lucha por superar un sistema socioeconómico no se puede plantear como un programa electoral, por revolucionario que sea, sino que se da en el ámbito de una competencia más profunda: la productividad.

Las dos caras de la productividad

«Productividad» es una palabra que despierta rechazo entre grandes sectores de la población. Durante años, en nombre del incremento de la productividad se han reducido salarios, alargado jornadas y despedido a miles de trabajadores. Es normal que la palabra produzca un escalofrío, porque en situaciones de estancamiento y en el marco capitalista es exactamente lo que quiere decir.

En realidad, sin embargo, aumentar la productividad significa poder hacer más con menos recursos y es la medida de toda alternativa sistémica. La famosa «liberación de las fuerzas productivas», que los viejos revolucionarios esperaban que sucediera al capitalismo, no es otra cosa que un desarrollo general de la productividad. El motor del incremento de la productividad es el cambio tecnológico, entendido de forma amplia para incluir formas de organización y estructuras. Desde el punto de vista comunitario el centro del desarrollo de la productividad hoy está en el software libre, en las redes distribuidas y en las cadenas y herramientas de producción multipropósito y de bajo coste: todo lo que nos acerca a la abundancia.

Incrementar la productividad es «sacar más jugo» de los factores: con la misma cantidad de inputs, producir más valor en el mismo periodo de tiempo. Aumentar la productividad significa, por ejemplo, obtener más energía de una placa solar, necesitar menos agua para producir la misma o más cantidad de verduras o contar con nuevos programas que reduzcan las horas que tenemos que dedicar a tareas repetitivas de gestión.

Pero para el capital sobreescalado, en situaciones de estancamiento donde no hay inversión nueva ni mejora tecnológica, «productividad» significa, sobre todo, emplear más intensivamente el factor trabajo. Es decir: obtener horas de trabajo gratis, por ejemplo con la extensión de la jornada y sin remunerar las horas extra; o mediante reducción de la plantilla, aunque se sobrecargue más allá de lo sensato a quienes quedan -lo que equivale a una disminución de los salarios. Formas alternativas, a veces complementarias, podrían ser reducir la calidad de las materias primas y, así, su coste sin que se den cuenta los consumidores; o dejar de hacerse cargo de las externalidades generadas en la producción, como tirar desechos sin procesar a un río para ahorrar en filtros y depuradoras. No es de extrañar que la palabra «productividad» dé miedo.

Desde la perspectiva de las comunidades, no obstante, desarrollar la productividad significa algo completamente diferente. La principal manera de conseguirlo es tan novedosa como inasequible para la típica empresa sobreescalada y ansiosa de rentas.

Retomemos el ejemplo de publicar online un libro. Para calcular la productividad de los factores tendríamos que hallar la razón entre el número de descargas y la cantidad de factores empleados en su producción. Pero si, como vimos antes, en vez de colgarlo en un único servidor, lo compartimos en una red distribuida, el coste de que se produzca una descarga más será cero. En ese momento estamos en un mundo de abundancia. Aunque tuviera un éxito tremendo y centenares de miles de personas descargaran una copia, no necesitaríamos incrementar el uso de los factores. La productividad del trabajo necesario para escribir, corregir y maquetar el libro, aumentaría con cada descarga extra.

Pero abrazar este camino significa aceptar que el precio de un bien abundante —como es cualquier contenido digitalizado en una red distribuida— es cero. Y con precios cero no es tan fácil asegurar al capital los dividendos que desea. Por eso las editoriales, los gigantes del software, las farmacéuticas o los estudios de cine intentan mantener una renta extramercado, en forma de monopolio legal, llamado «propiedad intelectual». Y por eso las discográficas apuestan por estructuras centralizadas y por tanto con costes marginales apreciables, como iTunes o Spotify, para controlar la distribución restringida de sus productos, de modo que puedan forzar el mantenimiento de precios positivos.

Generar artificialmente escasez se ha convertido en el modo de vida de la industria sobre-escalada

Las industrias tradicionales de la información y el conocimiento están empeñadas en producir escasez artificialmente. La teoría económica contemporánea califica desde hace años como «innecesaria» la propiedad intelectual y son cada vez más los economistas de renombre que piensan que sus efectos negativos superan de largo a los positivos. Las grandes redes distribuidas, en las que millones de personas comparten archivos digitales, son medios infinitamente más eficientes para distribuir un producto digitalizado que Facebook, Twitter, Google Books o Amazon, pero las industrias de contenidos mantienen desde hace años un pulso legal y político, que les cuesta millones cada año en abogados y lobbistas, para conseguir cerrarlas por ley y encarcelar a sus animadores.

En la producción de bienes físicos y servicios el contraste no es menos drástico. Al contrario que en una empresa capitalista, en una comunidad igualitaria el aumento de la productividad se traduce en una reducción de los tiempos de trabajo que obligatoriamente hay que dedicar para poder mantener un modo de vida confortable a base de vender productos en el mercado.

Hay que decir que reducirlos no significa que pasemos a mirar al techo más horas, sino que tenemos más tiempo y lo podemos dedicar a otro tipo de actividades, como aprender nuevas disciplinas, jugar, pintar o desarrollar aportes al comunal en forma de software libre, diseños, libros o contenidos audiovisuales en dominio público. Actividades que nos muestran en qué consistirá el tipo de trabajo que sustituirá al trabajo asalariado conforme nos acerquemos a una auténtica sociedad de la abundancia: una expresión de habilidades motivada por el placer de disfrutar de la interacción con otros, el placer de aprender, experimentar y aportar. Lo opuesto a una forma sofisticada de esclavitud impuesta por la escasez.

El capitalismo ha sido el mayor impulsor de la productividad de la Historia, pero simplemente no puede permitirse la abundancia. La comunidad, en cambio, la necesita.

La abundancia es la magia que brilla bajo la «ética hacker»

Quien ha vivido o pasado suficiente tiempo en una comunidad igualitaria ha sentido la abundancia avanzar en la reducción del trabajo obligado por la escasez y su sustitución paulatina por el trabajo entendido como expresión personal y voluntaria del placer de aprender y aportar. Cuando todo es comunitario y la responsabilidad es compartida, no se abre una fractura entre tiempo de vida y tiempo de trabajo. Se puede ser uno mismo y el desarrollo en el trabajo nos impele a aprender cosas nuevas, de campos nuevos, para seguir avanzando. Dejamos de ser entonces meros «técnicos» o «especialistas» para ser, en principio «pluriespecialistas». Una forma de desarrollarse intelectualmente que encaja de forma natural no solo con la reducción de escala, sino sobre todo con el desarrollo del alcance, esa capacidad para crear muchas cosas distintas con una misma una base productiva. El pluriespecialismo es un adelanto del fin de la atomización del conocimiento que fue en paralelo a la división del trabajo hasta el límite en la fábrica industrial.

La abundancia es la magia que brilla bajo la «ética hacker» y los clubes de aficionados. No es casualidad que una ética del trabajo basada en el conocimiento y el disfrute se extendiera más allá del mundo comunero -donde siempre existió- coincidiendo con la extensión social de Internet y las primeras formas de producción P2P. Las primeras manifestaciones culturales de las redes distribuidas cultivaban ya el placer de descubrir todas esas aplicaciones del conocimiento que sirven para mucho pero no son mercancía. Celebraban que son valiosos, porque aunque tengan precio cero, nos descubren la fraternidad del conocimiento compartido y, en su momento mejoran la vida de miles o millones de personas.

El capitalismo es incapaz desde hace casi un siglo de traducir en reducciones de jornada los aumentos de productividad. La «ética hacker» ligada a la producción P2P, muestra como el desarrollo de la abundancia va parejo desde el primer día a la abolición progresiva del trabajo forzado por la necesidad. Esa forma de trabajo que compite y se opone al tiempo dedicado a aprender, vivir y disfrutar de lo vivido.

El camino de la abundancia no pasa por producir menos

La abundancia no tiene que ver con el consumo y mucho menos con el consumismo. En realidad el consumismo no es un «estado del capitalismo», sino una forma compulsiva de consumo con la que algunas personas, reducidas a individuos aislados cuando llegan al mercado, tratan de resarcirse de la angustia, la soledad y la desazón de unos trabajos sin sentido y una forma de vida atomizada que, como el sistema que las produce, «no van a ningún lado». Una parte de la clase media practica el consumismo con el mismo fervor con el que luego habla de él como si fuera una culpa universal. Algunos claman por «reducir el consumo» y «decrecer» como alternativa sistémica. Es una mirada miope: el consumismo no es el centro del sistema económico actual, es el síntoma espiritual, visible solo en una minoría privilegiada, de una enfermedad más grave y general: la misma que produce el subconsumo crónico en el que sigue viviendo la mayoría de la Humanidad y los desastres medioambientales que les conmueven.

Sanar de esa enfermedad no pasa por producir menos ni por «volver» a tecnologías precapitalistas. Renunciar a la productividad conquistada por el conocimiento científico significaría más exclusión y pobreza. Cambiar la industria por la artesanía y la agricultura tecnificada por otra menos productiva significaría simplemente reducir la productividad y, por ello, derrochar aún más recursos humanos y naturales de lo que ya hacen las ineficiencias de la sobreescala. Renunciar al desarrollo tecnológico no es otra cosa que adoptar formas de producción más costosas en recursos.

Muy al contrario, se trata de producir abundancia aquí y ahora, desde otra escala y otra lógica —las de la comunidad y las necesidades de las personas reales— desarrollando tecnologías libres más y más productivas, porque solo con una mayor productividad vamos a consumir menos recursos naturales no renovables, menos horas de trabajo forzado por la necesidad y menos capital, sin dejar de hacernos cargo del bienestar de los demás.

Si hay algo a lo que no podemos renunciar sin empeorar las cosas es a la abundancia. Bastante difícil es y será superar los «cercos» y «vallas» que las patentes han puesto al conocimiento científico. Bastante daño ha hecho la evolución hacia la generación artificial de escasez de toda la industria química, agraria y farmacéutica. No podemos confundir el desarrollo científico y tecnológico con las aplicaciones monopolistas y rentistas en que las empresas sobreescaladas de tecnología, semillas o investigación biomédica han convertido sus productos estrella. En la aplicación de la genética a la agricultura, por ejemplo, late promesa de abundancia, aunque hoy su uso por Monsanto signifique una cotidianidad de destrucción medioambiental, escasez artificial y destrucción de la libertad de los productores.

¿Qué hacemos con la sobreexplotación de los recursos naturales?

El fin de la sobreexplotación de recursos naturales no se alcanzará produciendo menos o volviendo a tecnologías caducas sino en el camino hacia la abundancia.

En la explotación agrícola se ve con claridad. En Israel, donde el movimiento kibutz y cooperativo ha sido el núcleo de la producción agraria y el protagonista de la innovación tecnológica, la producción desde 1948 hasta hoy se multiplicó por dieciseis, tres veces más que la población. Y aunque el regadío pasó de 30.000 a 190.000 Ha, se consume un 12% menos de agua. Es decir, el desarrollo tecnológico alentado por el sector comunitario, incrementó la productividad general -nada menos que un 26%- reduciendo significativamente el coste de producir una unidad más y acercándonos en esa medida a la abundancia. Pero aumentó aun más la productividad del factor del que durante décadas nos dijeron llevaría a un colapso regional si seguía aumentando la producción. Más productividad y más producción, lejos de llevar a una mayor tensión sobre los recursos, redujo el consumo total de agua.

Pero fortalecer a las comunidades y la productividad del sector comunitario no es el enfoque del discurso oficial y el consenso político en Europa o entre los liberales americanos. En ese relato, abonado durante décadas por un catastrofismo que recorría todos los mensajes, desde las superproducciones de Hollywood a los documentos oficiales de la ONU o la UE, se trataba de justificar a todo coste que los estados pagaran a las grandes empresas sobreescaladas sus costes de transformación para evitar un desastre que ellos mismos habían creado y relatado. En nombre de la catástrofe inminente nos iba a tocar pagar a las compañías de automóviles los costes de infraestructura del paso al coche eléctrico y subvencionar enloquecidamente a las grandes energéticas asegurando su centralidad cuando la tecnología apuntaba ya hacia la electricidad renovable y distribuida. El proceso fue, es, una fiesta de capturas de rentas y corrupción que ha llegado a involucrar incluso a Mondragón, el grupo de cooperativas que había sido durante años modelo mundial precisamente por su sobreescala y su distanciamiento de los modelos comunitarios.

No podía ser de otra manera. Durante años adherir al discurso ecologista ha sido elegir entre dos falsas opciones. La primera: desentenderse de la miseria y el hambre de la mayoría del mundo, abogando por reducir la productividad. La segunda: engrosar la lista de los partidarios de quitar aun más soberanía a las personas y las comunidades y darle más rentas a los monopolios. Obviamente es una alternativa tramposa.

Uniendo los puntos

Si unimos los puntos del cambio económico en nuestra época, es cierto que lo primero que salta a la vista es una grandiosa crisis de escala en la que grandes fondos y empresas de volumen disfuncional asfixian las dos principales instituciones del sistema —estado y mercado— y aceleran su descomposición global, descomposición que tiene enormes costes humanos y medioambientales. Pero si ampliamos el marco, también vemos que la «globalización de los pequeños», el software libre y las redes distribuidas han creado el primer sistema de innovación tecnológica no mercantil —el «modo de producción P2P»— y un creciente sector industrial —la Economía directa— que se apoya en él, compite cara a cara con las empresas sobreescaladas del mundo agrario e industrial y tiene dimensión comunitaria.

Y si escarbamos un poco, aún encontraremos algo más: descubriremos en el comunitarismo un movimiento paralelo, subterráneo, que ha acompañado al capitalismo desde su juventud, explorando los caminos de una experiencia vital nueva y plantando la semilla de una sociedad de la abundancia, mientras esperaba que llegara su momento. Un momento en el que la escala del cambio pudiera ser asumida por comunidades igualitarias autoorganizadas. A partir de ese momento, redes distribuidas de comunidades serían capaces de sentar las bases para una competencia real entre sistemas, como la que el capitalismo estableció frente a su antecesor feudal y estamental.

Pensamos que ese momento está llegando. Pero para poder aprovecharlo necesitamos antes conquistar algo que el discurso de la descomposición está triturando: la centralidad del trabajo.

Conquistar el trabajo, reconquistar la vida

El incremento constante de las escalas productivas durante casi dos siglos y con ellas de la división del trabajo y de los conocimientos, produjeron una erosión de la relación entre las personas y el trabajo concreto que desempeñaban. Para cada vez más personas era más difícil entender qué significaba y aportaba a los suyos y a la sociedad además de un salario y unos días «libres» al año. Fue eso a lo que se llamó «alienación». Escalas gigantescas, trabajos tan especializados y repetitivos que parecían insignificantes, homogeneización de las labores de cada uno y, por tanto, perfecta sustituibilidad de los trabajadores, hacían que el significado, la utilidad social e intelectual de la labor que cada uno hacía en la sociedad se tornara ajena a su vida. El «trabajo» se convertía en no-vida opuesta al «tiempo libre», verdaderamente humano, reservado a la familia y los amigos, es decir, a la comunidad.

Cabría pensar que este fenómeno amainaría con la reducción paulatina de las escalas óptimas de producción y la lenta emergencia —conforme las industrias se hacían más dependientes de la incorporación de conocimiento— del pluriespecialismo. Pero la verdad es que las nuevas generaciones están privadas incluso del trabajo alienado.

No poder acceder al trabajo es estar en el exilio social

Durante el 15M se puso de moda en España llamar a los jóvenes que iban a trabajar a otros lugares del mundo «exiliados». Mientras, según las cifras oficiales, el 40% de los que se quedaron estaban en paro. Esos eran los verdaderos exiliados: estaban separados de la vida productiva, separados de la colaboración y del hacer social, separados de la relación con la Naturaleza.

La vida entera de aquellos que quisieron entrar en el mercado de trabajo al principio de la crisis es una anomalía. Al convertirse en ajenos a la propia realidad que constituían, se hicieron espectadores, incluso de sí mismos; el lugar que en las manifestaciones tuvieron un día los móviles, lo empezaron a tener, simbólicamente, las cámaras de fotos. La separación del trabajo se evidenció pronto en la emergencia de discursos (anti)consumistas; el consumo —el único espacio en el que participan de una economía que les es ajena— se convirtió para muchos de ellos en la explicación de todo el sistema social y sus fallos. Una de las formas de expresar esa alienación general fue la sustitución de la centralidad que tradicionalmente había tenido la reivindicación del acceso al trabajo por la reivindicación de una renta garantizada por el estado.

Vivir al margen del espacio social creado por el trabajo es realmente marchar al exilio social, perder o no alcanzar la posición de miembro real de una comunidad: no estar entre quienes convierten trabajo en riqueza, sino entre quienes dependen de rentas.

Todo lo que ha definido a esta crisis llevaba a encerrar en una minoría de edad permanente a los que llegaron a la adultez con ella. Todo llevaba a su reclusión en el aislamiento propio del individuo-consumidor. Ese aislamiento es necesariamente frustrante. Es alienación que se siente como tal, como sinsentido. Pero la búsqueda de sentido al margen del Trabajo —es decir: al margen de la comunidad, la sociedad y la Naturaleza— fácilmente puede llevar a buscar consuelo en comunidades ilusorias que nos absorban sin aportar aquello que nos hace parte útil de una comunidad real: aportar al bienestar de cada uno de los demás, producir. Es por eso que estos han sido años de crecimiento del racismo, el antisemitismo y la xenofobia, el jihadismo y el sectarismo político y religioso.

No hay autorealización sin trabajo

Y, precisamente por eso, el viejo eslogan comunitarista de la «conquista del trabajo» es más actual que nunca. «Conquistar el trabajo», recuperarlo como centralidad de lo social desde lo comunitario, protagonizarlo, crearlo, es lo único que puede invertir la deriva hacia la nada del discurso consumista, el rechazo de la diferencia, la xenofobia y los mil y un nacionalismos que surgen y surgirán buscando crear aun más fronteras y rentas. Es lo único que puede regenerar sentido, permitir el autoconocimiento y la autorealización, es decir, la realización por cada cual de sus propios valores. Por eso el trabajo tiene una inevitable dimensión moral y por eso conquistar el trabajo tiene para toda una generación y una gran masa de personas el valor de una regeneración, de un reempoderamiento personal verdadero que jamás podrán ofrecer ni la militancia política ni el conformismo.

Nunca la tecnología y el conocimiento permitieron producir bienestar con escalas tan pequeñas como hoy. Nunca fue tan accesible pasar ser protagonistas de la producción, de la construcción de nuestro entorno; nunca las tecnologías disponibles incorporaron ni sirvieron para desarrollar tanto conocimiento como en estos días; nunca los procesos productivos transparentaron tanto como hoy su relación con el entorno con tanta facilidad y con alcances tan impresionantes. Y, con todo, pocas veces antes el espíritu de época fue tan ajeno a las posibilidades del momento histórico. La causa está, una vez más, en el impacto moral de la descomposición y el desempleo. El desempleo es la expresión de la destrucción de capacidad productiva, en términos económicos es el peor de los despilfarros, la más sangrante de las ineficiencias. Y en el ánimo de quien lo sufre es una losa, un ácido que destruye la autoconfianza, la seguridad, la convicción en las potencialidades del propio hacer. El desempleo alimenta el miedo y el miedo paraliza y ciega.

Conquistar el trabajo es reconquistar la vida

Hacer visible aquello que al miedo y la inseguridad se les antoja imposible es la primera forma en que se puede empoderar a todos los que se vieron exiliados del trabajo y su significado, lo que les animará a tomar responsabilidad con sus propias comunidades. La generación expulsada del sistema productivo está llamada a conquistar el trabajo y, con él, la vida.

La abundancia es el horizonte hacia el que nos mueve el desarrollo del conocimiento en nuestra especie. No es sólo cuestión de números, de matemáticas o de contabilidad sino también de ética, de deseos, de sentimientos, de estética. Creamos la tecnología y ella a su vez nos transforma a nosotros, transforma lo que significa ser humano en el tiempo nuevo que nosotros mismos fundamos. Y desde ese lugar podemos imaginar y construir abundancia con fuerzas renovadas.

Ha llegado el momento de tomar la iniciativa, de empezar a construir comunidades igualitarias y productivas no como experimentos ni como «islas» en un océano de grandes escalas. Al principio serán solo «ejemplos». Pero el ejemplo, acompañado de la idea de que la emulación es posible, es más poderoso que cualquier forma de propaganda.

La alternativa comunera no aporta la seguridad gregaria del hooligan político ni el orgullo vacío del racista. La pertenencia comunitaria es un reconocimiento en el trabajo y el aprendizaje, no es una «esencia» heredada de la cultura nacional o el nacimiento, ni el resultado de una adhesión insustancial o un carné. No es el producto de la imaginación permanente de un enfrentamiento con unos malvados universales. Es un construir constante con otros, un hacer en el que todos crecemos juntos, compartiendo cada vez más responsabilidad, dando y recibiendo confianza. Es lo opuesto al sentimiento de impunidad que «libera» al «seguidor» protegido por el líder, la bandera o la marca política en el ruido de las barricadas callejeras, los rifirrafes virtuales y los «zascas» mediáticos. Ser comunero es ganar autonomía y seguridad en la fraternidad del aprendizaje, redescubrirse valioso y valorado en el trabajo compartido. Ser comunero es poner en acción los valores en los que creemos, no competir por gritarlos más fuerte o enarbolarlos como un arma amenazante. Ser comunero no da la tranquilidad estática del yogui o el místico que busca el silencio de la soledad, sino la serenidad del que escucha y propone incluyendo al otro, sin escudarse en la indignación para no hacer nada ni ocultarse en el desdén de una pretendida superioridad. Ser comunero es un modo de vivir, aprender y construir compartiéndolo todo con los demás.

Necesitamos crecer con otros para poder reconquistar la vida de verdad. Toda «salida individual» no es más que una forma más del «sálvese quien pueda». Por supuesto que ante un entorno en descomposición se puede intentar acumular algo de dinero, encontrar una casa lejos de todo y vivir sin querer saber nada de nadie; o ganar un empleo estable aunque mal remunerado, interactuar lo menos posible en él y relegar la vida a lo que queda del día tras la jornada. Pero todas estas estrategias no son realmente satisfactorias sino distintas formas de hacer una retirada más o menos ordenada. A medio plazo son una autocondena a la melancolía. Aislarse, ponerse al margen, aun si llevara a vivir sin el apremio constante de la supervivencia monetaria, significaría renunciar a crecer, a desarrollarse, a realizar los ideales personales en la propia vida. Es otra forma de exilio.

Por eso las comunidades igualitarias existentes deben abrirse, servir de percha a la experiencia de una generación nueva. Empoderarse también es descubrir en la práctica que en una comunidad las cuitas, tan penosas como puedan ser, se amortiguan en lugar de chocar, y las alegrías y las victorias tienen ecos imposibles de oír a solas.

De sumar a multiplicar

El comunitarismo no tiene paraíso alguno que vender, no lanza admoniciones ni amenaza a los escépticos con un futuro catastrófico. «Reconquistar el trabajo» —para y con los propios— es un camino por el que seguramente se interesarán muchas personas que se plantean un renacimiento en mitad de la crisis, sin saber tal vez que el suyo, con su comunidad y sus afectos, sería de seguro el renacimiento de un mundo entero.

Ha llegado el momento de llevar a cabo lo que la burguesía supo hacer para superar al feudalismo: convertir la expulsión del trabajo generada por el sistema en una sociedad alternativa. Los burgueses medievales nutrieron sus primeras ciudades con siervos que habían escapado del vínculo a la tierra del señor y se unieron a las primeras pequeñas sociedades mercantilizadas. Las nuevas comunidades igualitarias han de crecer con los expulsados del sistema productivo para dar lugar a las primeras redes transnacionales de comunidades orientadas a la abundancia. Un mundo alternativo más allá de las fronteras de las pirámides de mando y la ley de la jungla que se vive en tantas empresas, más allá también de la omnipresencia de la mercantilización y la alienación del trabajo, un mundo donde «todos comparten todo» a través de la propiedad y el ahorro comunales y «cada uno recibe según sus necesidades».

El escenario será urbano

La experiencia comunitaria se ha centrado históricamente en el campo. Los asentamientos rurales permiten un espacio de relación directa entre el trabajo y la Naturaleza que sigue siendo básico para los planteamientos comunitaristas. Sin embargo, en Kassel, Washington, Nazaret o Madrid los nuevos comuneros ya no compran campos para ponerlos a producir: compran apartamentos, oficinas y tiendas. Están construyendo autonomía para una nueva generación de comunidades sobre sectores basados en el conocimiento y en entornos urbanos. La gama se amplía cada vez más: inteligencia y datos, formación, hardware especializado, software libre, restauración, objetos culturales, productos ecológicos… Servicios y productos de producción a pequeña escala y con gran alcance que se abocan hacia la Economía directa como forma de relación con el mercado.

Desde mediados del siglo XIX el comunitarismo sobrevivió porque supo demostrar cómo el igualitarismo y el idealismo pagan. En esta última década ha crecido globalmente porque aprendió a sumar. Sumar a gente muy diversa y construir una experiencia vital, un destello de abundancia en la vida cotidiana, que muchos llaman ya abiertamente «postcapitalista». Ahora tenemos el reto de pasar a multiplicar sabiendo ofrecer una alternativa, la de la «conquista del trabajo», para la generación exiliada del sistema productivo por la crisis.

Y ese reto se enfrentará, sobre todo, en las ciudades, entre otras cosas porque desde el punto de vista de la experiencia humana, la relación con la Naturaleza viene medida por la capacidad de transformación de nuestras actividades productivas. Un desarrollador de software tiene hoy una relación más intensa con la Naturaleza que la que tuvo nunca un campesino medieval.

Es cierto que esa relación queda oculta para sus protagonistas en la mayoría de industrias sobreescaladas donde la deliberación se sustituye por conjuntos de reglas, prácticas y «procedures»; donde la reflexión sobre el mejor objetivo se ve sustituida por la decisión sobre el mejor modo y la coordinación de voluntades por herramientas de listado y vigilancia del cumplimiento de tareas. Pero en comunidad, fines y herramientas son parte de un diseño y un conocimiento consensuado entre todos y consciente en cada uno. Y sobre todo, el puesto de avanzada de la abundancia, la línea del frente, está allá donde más cerca se está de la aplicación directa del conocimiento a la producción. Y eso tiene por escenario, generalmente, a la ciudad.

Las tareas de los comuneros

Las comunidades igualitarias debemos emprender un camino que permita el paso del modelo actual basado en la resistencia y la resiliencia de la «pequeña comunidad» a otro que parta de una gran red de comunidades igualitarias y productivas. Hemos de alimentar nuevos brotes que sean capaces de mantenerse en el mercado y al mismo tiempo generar mayores espacios de abundancia y desmercantilización. Es más, hemos de llevar la desmercantilización más allá de nuestro seno y hacer que impregne todos nuestros entornos. Es hora de empezar la competencia de sistemas.

Viene un tiempo en el que tenemos que aprender a crecer de muchas maneras nuevas: incorporando nuevos miembros, incubando comunidades, enseñando técnicas comunitarias en los barrios o creando universidades populares de nuevo tipo, que den herramientas para el pluriespecialismo.

Tenemos que enfrentar un problema gigantesco creado por la sobreescala desde lo pequeño, con lo pequeño y paso a paso. Tenemos que romper, desde la diversidad y la abundancia, con las trampas que constantemente tiende una cultura en descomposición que magnifica el derrotismo, el pesimismo y el «sálvese quien pueda». No va a ser un camino de rosas y seguramente tampoco vayamos a poder transitarlo sin encontrar serias resistencias.

Tú eres el protagonista

Imagínate como un nuevo tipo de pionero. Como el protagonista de una gran aventura colectiva.

No estás solo. Miles de personas se unieron durante el último año a iniciativas comuneras en todo el mundo: comunidades igualitarias, kibutz, cooperativas que unen trabajo y vivienda… No demasiado lejos de ti hay una comunidad ya en marcha. Puedes participar de sus actividades, colaborar en sus proyectos de desarrollo o unirte a ella como un comunero más. Construirás con otros entusiastas comunidades productivas urbanas capaces de generar abundancia efectiva en su entorno, es decir, competir con el mercado.

Serás el protagonista de una aventura que —como a las generaciones de comuneros que nos precedieron en los siglos pasados— te exigirá esfuerzo y compromiso a cambio de hacer de la vida algo útil y significativo. Pero a diferencia de esas generaciones de pioneros, que vivieron en una época en la que la abundancia quedaba todavía demasiado lejos, tu puedes aspirar a algo más que vivir de mejor manera. Hoy nos toca demostrar que esa vida mejor sirve para crear abundancia para todos y que se prepara ya para poder ofrecer un lugar y un sentido a cada uno.

las Indias, nueve de mayo de 2016